Volverse irreconocible
De vez en cuando, el feed de mi Instagram se inunda de propuestas para transformarme en mi mejor versión: 5 pasos para bajar de peso, para ganar $5000 al mes, optimizar mi digestión — comenzar el año "irreconocible". Resulta curioso que la mayoría de las propuestas de autoconocimiento actuales me lleven a descubrir que, en realidad, debo modificar algo.
No hallo respuestas en todo esto, frente a la pregunta que, desde hace siglos, acompaña al ser humano: ¿quién soy? ¿Cómo voy a volverme irreconocible si aún no sé quién soy? ¿Cuánto autoengaño existe en querer ser siempre mi mejor versión — cuando eso, probablemente, signifique saltar de un método a otro para -en realidad- no permanecer nunca en silencio conmigo misma?
Me pregunto si de verdad lo que deseamos o necesitamos es volvernos irreconocibles, o si en el fondo de lo que tenemos sed es de volver a conocernos, con una mirada limpia y nueva — para así mirarnos y mirar el mundo que habitamos, que nos rodea.
Esta mirada limpia a veces incomoda: emerge después de muchas resistencias, de no querer abandonar las fórmulas que prometen venderme la respuesta. No existen trucos de magia, ni atajos que se puedan tomar. Aprender a atravesar sanamente la incomodidad regala una mirada limpia, como un amanecer despejado después de la tormenta. Los ojos, que tanto lío hicieron por no ver en medio de la oscuridad, finalmente se relajan: al cerrarse, al mirar hacia dentro, descansan en un espacio verde, fresco. Al abrirse, ese mismo espacio verde y fresco es el paisaje externo — como si la mirada se hubiera exteriorizado de adentro hacia afuera.
Reconocerme me permite reconocer también a la lombriz que atraviesa la calle, la persona que sonríe en el peaje, o pueda prestar atención a cómo en primavera todas las hierbas son tiernas -entre dulces y amargas-, amigas del hígado, aliadas para despedir el frío del invierno.
No creo, entonces, que la vida nos necesite irreconocibles, sino más bien reconocibles: "receptáculos puros, expectantes, sin palabras" — desde los cuales modificar la pregunta: no tanto quién soy, sino más bien: qué me habita e intuir, desde allí, posibles respuestas.
Con cariño,
Ayelen
Ahora que soy libre de ser yo misma, ¿quién soy?
Ahora que soy libre de ser yo misma, ¿quién soy?
No puedo volar, no puedo correr, y mira qué despacio camino. Bueno, pienso, puedo leer libros.
"¿Qué estás haciendo?" grita la mosca de cabeza verde mientras zumba al pasar.
Cierro el libro. Bueno, puedo escribir palabras, como estas, suavemente.
"¿Qué estás haciendo?" susurra el viento, deteniéndose amontonado justo fuera de la ventana.
Dame un poco de tiempo, le respondo a su rostro plateado que mira fijamente.
No sucede de repente, ¿sabes?
"¿No?" dice el viento, y se rompe, liberando una destilación de iris azul.
Y mi corazón entra en pánico por no ser, como anhelo ser,
el receptáculo vacío, expectante, puro y sin palabras.
Mary Oliver
(Original: Now that I’m free to be myself, who am I? - traducción por Ayelen Linardi)